Pisar la arena y poder elegir el propio espacio a lo largo y
lo ancho de la playa solo sucede pocos momentos en el año.
En semejante soledad son pocos los rostros que se cruzan. El
mar está casi vacío y los guardavidas gastan sus últimos días de trabajo
pensando estrategias para que las horas pasen más rápido. Algunos se agazapan
detrás de la sombrilla y se acurrucan dentro de sus camperas rompe vientos de
colores chillones. Se ponen anteojos de sol y disimuladamente se reclinan en la
reposera. Otros se atreven a desafiar el qué dirán y despliegan sus habilidades
jugando a la pelota paleta, descargando en cada pelota las iras de la lejana
temporada. Y si por alguna de esas casualidades, alguien osa meterse al mar en
zonas peligrosas, no es uno solo el rescatista sino diez aburridos guardavidas
ávidos por un poco de acción playera.
En la orilla, algunas personas todavía se atreven a mojarse
los pies en la gélida agua. Grupos de señores que peinan canas y señoras
pomposas en trajes de baño con diseños estrambóticos se animan a disfrutar el
momento. Nadie los critica porque este es su momento, su hora, y su playa.
Atrás quedaron los días donde los jóvenes copaban el lugar
con bullicio y posturas extrañas para simular cuerpos esculturales. Ahora no
hay nada de eso, sino la realidad tal cual es. Es el espacio del disfrute,
donde nadie ve, nadie juzga y el único ruido que retumba en el fondo es el
rugir del mar.